abril 01, 2007

The Chimney Sweeping

Televisión Persecutoria
(O sobre la génesis de nuestro Otro infantil)

Temibles alaridos de espanto e indignación, al borde mismo del síncope, resuenan en las atormentadas gargantas de la generación que nos precede. Se lamentan horrorizados de la degeneración de la juventud actual: que la violencia en las calles, que los modales, que el vocabulario soez, que la forma de vestir, que la pérdida del pudor y del respeto, que la promiscuidad, que “qué diablos pasa con estos niños ¡caray!” Y la pregunta de rigor, después de todo cada uno se defiende como puede, ¿qué más esperaban?

Es que sí, es una patudez venir a pedir explicaciones ahora, cuando fueron ellos mismos quienes, en nuestra más temprana, tierna y adorable infancia, nos tiraron a los lobos. Así es, la televisión fue nuestro gran referente (¿Gran Otro?) y de ahí a la perdición hay sólo un paso. No exagero al decir que mi superyó es más parecido a Bart Simpson que a Mr. O., ni que mis relaciones amorosas tienen más que ver con el trío Anthony-Candy-Terry, que con la investidura libidinal de un objeto único.

Hay que decirlo, nuestra infancia fue ruda. Nos vimos expuestos a historias aterradoras. ¿Por qué eran todos huérfanos? Heidi vivía en Los Alpes con su abuelo pedófilo (¿o van a negar que se tiraba a Clara, la pobre niña cuica inválida y, oh sorpresa, también huérfana?); Angel viajaba por el mundo, con una gata machorra y un perro maricotas, buscando una flor de siete colores, que finalmente estuvo siempre en la casa de sus abuelos. O sea, si la flor está relacionado con lo sexual, ella estaba escapando de un hogar hipersexualizado (after all, the flower was there): díganme chango, pero este abuelo también se la tiraba. ¿Y qué me dicen de He-man? Toda una incitación al incesto; sí, él y su prima (que siempre le coqueteaba con unos míticos hot pants ajenos a toda celulitis) hacían más que salvar el castillo de Greyscol (eso sin contar los capítulos en que He-man gorrea a su prima con su hermana, la siempre rubia y estupenda She-ra). Mención aparte merece Marco (“no te vayas mamá, no te alejes de mí”) que, en pleno Edipo, viaja desde Italia a Argentina siguiendo a su madre (de dudosa reputación, por cierto), quien muere cuando el pobre crío la encuentra. ¡¿Qué es eso?! ¡Condenado a la psicosis de por vida (no olvidemos a su amigo imaginario)! Cuando por fin logra asumir que la señora en cuestión no es la mujer virginal que todo niño imagina, sino que también es puta (y bien puta en este caso), justo en el último capítulo, en el que nuestra ansiedad se fue acumulando cual culebrón de país bananero, la mamá de Marco se muere. Para Klein está claro, fueron los impulsos destructivos de este mocoso los que acabaron con su madre, por no poder aceptar que el pecho bueno (y el malo también) era compartido por varios hombres por una módica suma.

El acabose está en la canción de la cuncuna amarilla. Así es, la aparente inocencia de la metamorfosis, no es más que una historia de travestismo: la cuncuna, fálica obvio, miraba a las mariposas (¿o mariposones?) y quería ser como ellas, luego de dormir envuelto (sí, las vendas luego de toda operación), aparece de colores y sin falo. Sacad vuestras conclusiones.

Es que sí señores, nuestra infancia fue tormentosa y los resultados están a la vista. No es casualidad, después de todo, que una loca like me tenga tribuna número a número para decir este tipo de burradas. Todo es por algo...

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