junio 01, 2008

La formación de psicólogos y la pérdida del sentido común

Cloé V.

En la última clase de Personalidad que tuve con Mauricio García, allá por el 2005, éste cerró el curso con una especie de parábola. Nos dijo que la formación del psicólogo era similar al camino del samurái. El samurái debe estudiar arduamente las técnicas de su arte. Una vez termina su entrenamiento, el samurái debe alejarse por un año y olvidarse de lo que es ser un samurái. Debe irse a arar la tierra, a conducir un bote o a cortar la leña. Sólo cuando se haya olvidado de como ser samurái es cuando recién puede ser un samurái.

Ahora que estoy en el último año de la carrera puedo aventurarme en una interpretación de esta enigmática compararción. Lo que plantearé aquí es que la formación de psicólogos (a lo que llamaré el «dispositivo formativo») es esencialmente un dispositivo de la pérdida del sentido común. Si bien esto se aplica especialmente a la formación de terapeutas, creo que podría aplicarse también a otras áreas de la psicología e incluso de la formación universitaria en general. Sin embargo, tales extrapolaciones deben ser investigadas.

En una clase de Fundamentos de Psicoterapia, la profesora preguntó cuáles eran nuestros miedos como futuros terapeutas. Una compañera contestó: "Caer en el sentido común". ¿Cuántas veces hemos criticado a esos psicólogos de la tele o de la columna del diario que dan las típicas respuestas de sentido común? Hasta nuestros padres y conocidos nos han dicho alguna vez: "No necesito estudiar psicología para saber esas cosas". Y nosotros nos emepeñamos en demostrarles (aunque con el tiempo sólo "creerlo" para nosotros) que la psicología es mucho más que los típicos consejos del sentido común.

Lo interesante del asunto es que la profesora de Fundamentos le respondió a mi compañera: "¿Y qué te hace pensar que el sentido común es malo?" Porque más allá de todo el tiempo que llevamos criticando a esos psicólogos del "Buenas Tardes Eli" de pronto nos damos cuenta que efectivamente el sentido común es algo que falta en la práctica psicoterapéutica. Es algo que se echa de menos. Parece que nuestros profundos planteamientos epistemológicos y la asimilación de las más oscuras metáforas freudianas nos van oscureciendo el campo de lo obvio. A tal punto que entre los alumnos que van a ingresar a su práctica las preguntas más corrientes son del tipo: "¿Y al paciente lo saludo con la mano o de beso?"

Esta problemática no es para nada nueva. Una analista ya clásica como Paula Heiman dedicó algunos de sus artículos a este asunto. En uno de ellos, titulado "Sobre la necesidad de que el analista sea natural con su paciente", se cuenta el caso de un analista principiante que recibe a un paciente que venía mojadísimo un día de tormenta. Por miedo a romper el encuadre analítico, el analista no se atrevió a ofrecerle al paciente algo con qué secarse... ¡y ni hablar de la tacita de café! Conductas como estas son las que Heiman discutía: ¿acaso no es obvio que si recibimos a un paciente en esas condiciones tenemos que ofrecerle algo al paciente? ¿O se nos olvida que el paciente es una persona?

Un caso más cercano: en clases de Técnicas de Psicodiagnóstico la profesora cuenta una ocasión en que una paciente llamó para cancelar su sesión porque tenía otra asunto que calzaba con parte de la hora de terapia. Y nuestra profesora tuvo la inocente idea de decirle que viniera igual y que por último llegara tarde a su cita. ¡Terror! Cuando se percató de lo que había hecho, nuestra profesora tuvo que correr a supervisarse. Lo relató casi como si hubiese profanado el nombre de Freud.

A medida en que avanzamos en la carrera la formación psicológica nos va volviendo cada vez más insensibles al sentido común. De pronto haría bien recordar esa sentencia de Freud de que a veces un puro es sólo un puro. Este formato de enseñanza/aprendizaje que recibimos en la carrera, que yo llamo el «dispositivo formativo», lentamente nos va permitiendo ver cosas que antes no veíamos pero, he aquí mi punto, nos va impidiendo ver cosas que antes sí veíamos. Me recuerda a lo que me decía un amigo el otro día sobre la diferencia entre una idea y una ideología: las personas son las que tienen ideas, pero las ideologías son las que tienen a las personas.

Pero ¿cómo reconocemos «dispositivo formativo» en la vida cotidiana? Aquí presento su modus operandi, basándome en un caso real ocurrido durante una clase de Psicodiagnóstico Clínico: La profesora nos cuenta el caso de una paciente que robaba dinero de las carteras de las personas que visitaban su casa cuando ellas estaban distraídas. La paciente no era cleptómana y ejecutaba esta conducta sólo en su casa y sólo con las visitas. Entonces la profesora pregunta: "¿Cómo podemos comprender esta conducta desde un punto de vista psicodinámico? ¿Qué representa el dinero en el inconsciente de la paciente?" Se comienzan a levantar las manos de los alumnos. El dinero es lo sucio. Sí, correcto, ¿pero qué es lo sucio? ¡Las heces!, dice alguien por ahí. Sí, las heces. Y las heces, ¿tienen forma de...? Se escuchan murmullos. La profesora dice: "Las heces tienen forma alargada y podrían ser como..." ¿Un pene?, dice una voz incrédula. Sí, un pene, lo fálico. ¿Y qué es lo fálico en la teoría psicoanalítica? ¡Pues lo valioso! ¡El falo es lo valioso!

A ver, repasemos un poco este argumento para entenderlo mejor. Según la profesora: dinero = suciedad = heces = falo = valioso. Pero sucede que si simplificamos esta profunda y psicoanalíticamente correcta ecuación nos quedamos con que dinero = [suciedad = heces = falo] = valioso. ¡Dinero = valioso! Si a alguien no le ha quedado claro aún, a continuación un diagrama:

Dinero = suciedad = heces = falo = valioso

¿Cómo no se va a justificar la crítica de nuestros amigos? ¡Yo no necesito estudiar psicología 5 años para saber que el dinero es valioso! Recuerdo que en una clase Coloma dijo que éramos esclavos de nuestro conocimiento. Tomen como ejemplo a mi hermana que estudia gastronomía. Cuando estaba en el colegio, cualquier comida que le pusieran era rica y listo. Ahora es capaz de notar hasta el más pequeño detalle en la cocción, en los ingredientes, en que le faltó aquello o le sobró esto otro. Y yo a veces pienso que mejor sería que no supiera nada y nos dejara comer tranquilos.

Menos mal hay autores como Heiman que se han señalado este asunto. Similar es el caso de Cecchin, Lane y Ray (2002) que en su texto Irreverencia enfatizan la importancia de que el terapeuta sea irreverente respecto de su propio marco de referencia. Si bien la teoría es útil, más útil es saber cuando ésta se ha quedado corta, cuando es momento de desechar nuestras hipótesis y aventurarse por otra cosa. Pero en algo estarían de acuerdo con García, y es que uno no puede ser irreverente con algo que no conoce. No se trata de ir a quemar las fotocopias (aunque Didier pudiera prenderse con la idea), sino más bien leerlas, aprenderlas, asimilarlas... y ocuparlas cuando sea necesario.

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