mayo 01, 2007

Ciento veinte pipas [extracto]

A mí me lo describieron así...
Serjov
A los narradores de lo real
Duab M’ir

Con un movimiento tan cuidadoso como sutil cambiaba la delgada página repasando una vez más la tan adorada cita: “la conciencia es sólo el círculo más pequeño en medio de otro mayor, –cuyos límites no conocemos, le gustaba agregar– que es el de lo inconsciente.” A sus sesenta y cinco años, hombre portentoso, podía decirse un eximio conocedor de diversos métodos de persuasión, y se vanagloriaba de no haber perdido nunca una batalla. Sus alumnos, era la costumbre, presentaban cierta resistencia al principio, que no tardaba en doblegar a fuerza de un dominio casi innato sobre las vicisitudes de la palabra, poniendo de algún modo para todos misterioso, las cosas siempre de su parte. Había sin embargo, una premisa, que pocas veces se atrevía a reconocer, de cierto escepticismo que inundaba cada operación de tan perfecto mecanismo. Y era que no había nada verdadero en todo ese juego, en el que como un ilusionista, sacaba partido de tan estimable pobreza humana, que sin quererlo caía en las fallas naturales de la percepción y la memoria. Reflexionaba sobre esto, con cierta tristeza, y algo de deliberado desprecio, mientras arrugaba su frente, fijando “ay, sus tan azulados ojos” sobre la pizarra vacía. Eran esas fallas la razón de su oficio, y aún más, la de su tan reconocido éxito… En completo silencio trazó una línea horizontal bien marcada constatando como se rebajaba la tiza, desprendiéndose de ella, por efecto de una presión excesiva, un polvo blanquecino que hacía estornudar. Al profesor Q. le gustaban las generalizaciones1. ¡La verdad tiene que saltar a la vista! Nos decía. Quizá de tal sentencia se adivinaba su costumbre de dibujar al comienzo de la clase. Y por esos dibujos le merecían tantos el título de snob. Esta vez sin embargo, no pudo pasar de una simple línea horizontal, y se la quedaba contemplando tan ensimismado, que más de alguno se alarmó ante aquella excentricidad. Se oía casi indistinguible un roce de vestiduras similar a un rascarse. Era un sonido leve pero espantoso, que aumentaba en el decurso de los segundos. Los universitarios se miraban incomunicados por su cauce, que como ruido o balbuceo; desbordaba.

– ¡Ya basta! –dijo alguien desde una silla al fondo del aula. Y aunque esto podía no significar nada, era un retrato exacto del sentimiento del que todos se hallaban presos, frente aquella identidad de pensamiento, no podía sino ser recogido con cierto alivio.

No bien lo escuchara, el profesor Q., volvió a tomar la tiza y continuó su tarea con aparente normalidad. La intrigante línea ya no era más que una de las tantas piezas sacrificadas a un todo distinto, en cuya forma la multiplicidad desaparecía.

Todo se desarrolló como siempre, o al menos eso nos parecía a mí y a mis amigos, que sin reparar más en el asunto, lo olvidamos, como se olvidan probablemente todos los detalles importantes...

En el transcurso de aquella mañana me planteaba la idea de escribir una crítica sucinta, aunque no carente de ironía, sobre el proyecto que entreveía (asaltado por una superstición quizá) en la aporía que sin duda vivíamos los sencillos intérpretes de este escenario que algunos llaman, la vida. Era, no hace falta decirlo, un absurdo franco y curioso, pues a pesar de mi clara determinación no me decidía a llevarla a cabo. Creo que una noche, encendido por una fogata y no pocas botellas de vino, le referí esta idea a mi amigo Eusebio, que la recibió con un humor inusitado, pero fugaz, como el que envolvía a todos nuestros proyectos imaginarios, que por supuesto no pasaban de un aplauso supino antes de desvanecerse por completo en los anaqueles sombríos de la holgazanería. Era el vicio común de todo hombre versado, pero demasiado cínico para ejercer el oficio de artista. Y verdad es que, de los dos, era yo el que más sufría por esta condición disminuida. Eusebio se angustiaba un poco, pero no tardaba en olvidar lo anterior, sustituyéndolo por otra cosa nueva, más interesante, y sobre todo menos posible de realizar. Pues había aprendido el truco de sobreponerse a cualquier cuestión de este tipo, justificando su desidia por la hostilidad de la proeza, y así se convertía con poco esfuerzo en el verdadero héroe. ¡Pero basta de Eusebio! Luego de resolverme a empezar esa misma tarde La crítica con la recopilación de apuntes que tenía garrapateados en mi libretita de bolsillo (tan eufórico me hallaba; creo que murmuraba algo entre dientes), me atajó el profesor Q. acompañado del séquito de alumnos que solía perseguirlo mientras no transcurrían las horas de clase. “He aquí un hombre al que no le gusta perder”, creo que dijo, con una escueta sonrisa impresa en la cara. Alentado por mis reflexiones, y harto de que me vinieran con consideraciones extemporáneas respondí: “No hay nada peor para un hombre que se ama a sí mismo que encontrar a otro igual a él” (y mejor), agregué mentalmente. Las risitas se extinguieron de a poco, e incluso desapareció una compañera que se sospechaba una de las tantas queriditas del profesor.

– Quieres un café... –yo invito se apresuró a decir. No sé si con ello creía ofenderme, pero no me sentí en deuda alguna, porque según explicaban los rumores, el dinero le sobraba2.

“¡Se le cayeron los billetes!”, exclamó con escándalo fingido uno de los que venía con nosotros cuando nos sirvieron el café. Yo me limité a sonreír... Q. miraba en el suelo un billete de mil pesos arrugado, que se movía inquietante en la brisa. Al poco rato sacó del bolsillo interior de su chaqueta una pipa que cautivó por entero mi vista. No pude contener un: “¡oh, qué bella pipa profesor!”

Antes de sentirme ridículo por ello, mi interlocutor replicó, liberando una bocanada imaginaria: “Tengo ciento veinte...”

por José Ignacio Contreras

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1 En un pie de página del libro que yacía en la mesa se leía la siguiente proposición: No existe nada particular que no sea infinito, porque en la idea de lo particular hay ya una generalización, y como tal, una posibilidad.

2 El rumor es absolutamente falso. Debe provenir de la ilusión que el autor mantiene sobre las relaciones de poder y la adquisición de cafés en los carritos de la universidad. J.C.

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