octubre 01, 2006

Pobres Tipos

por Antonella Giannini

Decadencia. Insensibilidad. Inhumanidad. Sin sentido. Desde el inicio de la revolución industrial, junto con el progreso económico, tecnológico y racional del ser humano, han brotado numerosos filósofos que han visto en ello el triunfo de la altanería humana frente al bienestar social. Mucho ya se le ha criticado e incriminado, pero, insensatamente, poco se ha indagado en la causa de sus acciones y aún menos se ha intentado comprenderlo. Ya no basta con enrostrarle sus implicancias en todo lo nefasto que ocurre en el mundo, sino que se le acusa constantemente de una aberrante indiferencia ante las catástrofes, y de una imperdonable –según ellos- falta de espiritualidad en su actuar.

Pero ¿qué es lo que hace de mi ser humano una víctima y no un victimario?

La respuesta (tal vez demasiado intrínseca en el hombre actual como para solucionarla) es el Conocimiento y la Información.

Así es, en épocas pasadas, cuando el conocimiento era (afortunadamente) tan escaso que era incapaz de explicar los fenómenos cotidianos ó – todavía más hermoso- cuando existía la presencia (creencia) de un dios vigoroso que bondadosamente explicara y se hiciese responsable de episodios que iban desde lo soleado de un día hasta el nacimiento de un emperador, el hombre y su existencia poseían la facultad de ignorar su realidad y, de esa forma, tener las suficientes esperanzas para soportar sus desgracias hasta que, en “otra vida”, se encontrara en un lugar donde la tranquilidad y la plenitud estuvieran aseguradas.

Pero se creó la ciencia. Las hojas comenzaron a caerse sin magia; la luna ya no siguió al sol por odio; y lo humano tuvo que conformarse con ser simplemente humano. De esta manera, por cada enigma resuelto por la ciencia y por cada grado de control sobre su propia vida que el hombre había adquirido, ese dios omnipresente y todopoderoso se vio lenta pero insistentemente limitado hasta ser tan sólo un vestigio de lo que era en su añorada Edad media (y el hombre por su parte, mucho más maduro y escéptico, dejó de consultar por sus dudas a aquel dios envejecido y tornó su devoción a un mundo más tangible y real).

Sin embargo, esa libertad y autonomía alcanzada por el conocimiento paradójicamente no sirvió para convertir al hombre en un ser más pleno, sino todo lo contrario, los ciclos del agua, las teorías de evolución y los lápices pasta (sobre todo esos malditos lápices pasta!), sólo lograron hacer más patente la transitoriedad e inutilidad de su existencia. Comenzó a darse cuenta entonces, de que sus acciones, deseos y sentimientos no eran más que la consecuencia de una información genética que la misma ciencia se encargaba de propalar. A los milagros descubrió causas, a las personalidades clasificó y a los sentidos de vida dejó en libertad, lo que inevitablemente provocó que el individuo tuviera muchas respuestas para auto-estudiarse pero ninguna (ni siquiera irracional como la religión) para convencerse de una realidad con trascendencia y significado. Es aquí, a mi parecer, donde surge la asombrosa proliferación de depresiones y suicidios, como una réplica a ese dios envejecido y a la propia noción de insignificancia. Mi hombre, en definitiva, cayó del pedestal que filósofos como Platón y Aristóteles lo habían posicionado, descubrió con pruebas irrefutables, que no era más por caminar en dos patas y que, de ahí en adelante, su vida estaría determinada y guiada por la misma ciencia que él había creado.

Por esto mismo, y en conclusión, es que si el homo sapiens contemporáneo es pesimista, insensible o depresivo, debe disculpársele en parte, ya que ha sido el único, a lo largo de toda la historia, que se ha atrevido a ser lo que realmente es… nada.